Era enorme y brillante. La luna acechaba pero yo no veía
nada. Estaba ahí, lo sé, pero no conseguía ver nada. El cielo estaba rojo y no
conseguía verlo. Este día tan largo se acaba y no he podido ver el cielo.
Ese árbol hace tiempo que está muerto y aún así sus hojas
marchitas me siguen susurrando. Me hablan de como fui, de cómo soy y de cómo no
seré. Me recuerdan lo que tuve, lo que perdí y lo que nunca podré encontrar. Sus tortuosas raíces me hacen tropezar, como
tantas veces antes en el oscuro bosque que rodea mi camino.
Cuando caigo, la tierra entera me sale a saludar. Y su sabor
mezclado con mi sangre es el calor de su caricia.
No sirve de nada llorar. Donde caen lágrimas nada vuelve a
brotar.
La corteza muerta de ese árbol es la piel de cada día, la
muralla de las noches.
Y en la fría noche arde el fuego y lo único que tengo que
ofrecer es mi corteza. Y a veces me quedo desnudo rodeado de tierra donde nada
brota ya. Sólo la luna llena que se ha marchado ya.
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