No había pasado tantos años viajando en soledad
para acabar muriendo solo. O eso es lo
que él quería. Pero la vida es una puta ramera que se mofa de los más tristes y
se vende a los que ya lo tienen todo. La suerte carece de sentido cuando lo
único que tienes son los muebles de tu alma y un viejo libro que ejercita la
mente cuando comienzas a olvidar que eres humano. Porque ser humano apesta. Tan creídos, tan
egocéntricos y asqueados de poder. Hipócritas, ateos y creyentes, todos se
creen especiales y por encima de los demás. Pero unos predican "Carpe
Diem" y pisotean a quien sea por lograr sus objetivos aunque eso signifique matar a su propia madre y
los otros predican "amor y vida" pero son los primeros en morir
cerebralmente encerrándose en la ignorancia y despreciando a los demás,
creyéndose tener el poder de decidir qué
tienen que hacer las vidas ajenas por sus absurdas creencias. Por supuesto hay excepciones en ambos y más
tipos de personas, pero nuestro amigo no encontró ninguna de ellas en sus
viajes y sólo contempló la infinita estupidez humana que vomita entre
estertores este mundo podrido por una plaga que lo consume cada vez más rápido.
No pudo conocer el amor, porque la palabra carece
de significado generalizado y todos se venden al mejor postor.
Traición, engaños, mentiras. El mundo se hunde y
el poder se gana a base de asesinar el máximo número posible de vidas
tranquilas, destruyendo la propia fuente de poder. Estupidez donde se vea.
Una parada más, se decía. Algo tiene que quedar de
bien en este mundo. Pero la bondad es
maltratada por la ley del más fuerte y la ignorancia apuñaló hace tiempo las
bibliotecas.
No quería morir solo. Quería. Tal vez mejor solo
que asquerosamente acompañado. Dejó los caminos y se internó en el bosque
oscuro. La luz es una burla que refleja
la imagen de la polución y la podredumbre
y la oscuridad reconforta.
Se sentó apoyándose contra el tronco caído de un
árbol. Y entonces la vio. El aire, silbando entre las hojas en un complejo
patrón casi indescifrable. Los pequeños mamíferos, que ignoraban al extraño en
sus quehaceres. Las aves, cantando a los
cielos agradeciendo por la vida. El agua del manantial formado por las
recientes lluvias. Ahí la vio. La esperanza. Y no estaba entre los humanos.