sábado, 25 de agosto de 2012

Morir solo.


No había pasado tantos años viajando en soledad para acabar muriendo solo.  O eso es lo que él quería. Pero la vida es una puta ramera que se mofa de los más tristes y se vende a los que ya lo tienen todo. La suerte carece de sentido cuando lo único que tienes son los muebles de tu alma y un viejo libro que ejercita la mente cuando comienzas a olvidar que eres humano.  Porque ser humano apesta. Tan creídos, tan egocéntricos y asqueados de poder. Hipócritas, ateos y creyentes, todos se creen especiales y por encima de los demás. Pero unos predican "Carpe Diem" y pisotean a quien sea por lograr sus objetivos  aunque eso signifique matar a su propia madre y los otros predican "amor y vida" pero son los primeros en morir cerebralmente encerrándose en la ignorancia y despreciando a los demás, creyéndose tener el poder  de decidir qué tienen que hacer las vidas ajenas por sus absurdas creencias.  Por supuesto hay excepciones en ambos y más tipos de personas, pero nuestro amigo no encontró ninguna de ellas en sus viajes y sólo contempló la infinita estupidez humana que vomita entre estertores este mundo podrido por una plaga que lo consume cada vez más rápido.  
No pudo conocer el amor, porque la palabra carece de significado generalizado y todos se venden al mejor postor.
Traición, engaños, mentiras. El mundo se hunde y el poder se gana a base de asesinar el máximo número posible de vidas tranquilas, destruyendo la propia fuente de poder. Estupidez donde se vea.
Una parada más, se decía. Algo tiene que quedar de bien en este mundo.  Pero la bondad es maltratada por la ley del más fuerte y la ignorancia apuñaló hace tiempo las bibliotecas.
No quería morir solo. Quería. Tal vez mejor solo que asquerosamente acompañado. Dejó los caminos y se internó en el bosque oscuro.  La luz es una burla que refleja la imagen de la polución y la podredumbre  y la oscuridad reconforta. 
Se sentó apoyándose contra el tronco caído de un árbol. Y entonces la vio. El aire, silbando entre las hojas en un complejo patrón casi indescifrable. Los pequeños mamíferos, que ignoraban al extraño en sus quehaceres.  Las aves, cantando a los cielos agradeciendo por la vida. El agua del manantial formado por las recientes lluvias. Ahí la vio. La esperanza. Y no estaba entre los humanos.

viernes, 24 de agosto de 2012

Aves


Todas las tardes andando por el mismo parque, desmenuzando las piedras del dolor que anidaba en su vida.  Pasado dolido, futuro desaparecido, sólo los pajarillos picoteaban las migajas de su alma en forma de pan duro.  Pobres de alma decían: ¡Está loco! pero no todos saben acerca del arte de no asustar a las aves.  Con sus picos se llevaban su dolor, desgajando un corazón podrido por el rencor.  Sus cientos de amigos de pequeñas alas que le llevaban a volar le hacían olvidar, olvidar el mal que causan las personas
Si no merecen la pena, ¿para qué recordar?  Su propio nombre había olvidado ya.  Tan sólo quedaban los cantos al despertar. Las nanas al anochecer.  La música alrededor del hombre que susurraba a las aves en el parque al amanecer.





"El hombre que susurraba a las palomas."