domingo, 16 de septiembre de 2012

Halcón

Un día se fue de viaje dejando atrás aquella familia de fuertes lazos con la que no compartía sangre. Tenía su lugar pero las alas le picaban y necesitaba echar a volar. Después de todo era un polluelo inquieto y nunca había podido salir del nido. Se marchó de color parduzco, todo sucio y descuidado. Le pidieron que se quedara pero el pajarillo se marchó con el primer viento que vino del oeste. Se marchó hacia el mar. Le prometieron recordarle y esperarle a su regreso. Él prometió volver. Pasaron los años y el pequeño polluelo se convirtió en un intrépido halcón. Su plumaje era brillante y sus ojos transmitían confianza y sabiduría. Había visto muchas cosas. Su piel estaba llena de cicatrices y su corazón estaba ausente desde el día en que se marchó. Había matado y había visto morir. La vida le pesaba y sólo deseaba volver. Era su único sustento.

El viaje de vuelta no fue fácil. Todas las aves que encontraban hablaban de lo mismo.  Aquella agradable familia ya no le recordaba. Un cuervo que siempre les había aconsejado aprovechó aquel viaje para convencerles de que estaba muerto y todos le creyeron.
El halcón, con su penetrante mirada, sobrevoló aquel hogar nostálgico y pudo ver al cuervo compartiendo los pequeños frutos de su cena con todos ellos. Se refugió entre los árboles y lloró toda la noche maldiciendo a la luna llena que le dificultaba la visión.
Por la mañana, mientras se planteaba huir, le salió al encuentro una pequeña y preciosa lechuza blanca. Ella se quedó petrificada, pues le daba por muerto y ambos se fundieron en un abrazo. Volaron juntos todo el día y cazaron por la noche. Pero llegó la hora de la cena y la lechuza se marchó con el cuervo.  El halcón se quedó de nuevo solo y vio todos los abrazos que habían sido suyos en el cuerpo de aquel ave negra. Tan solo había visto a la lechuza, con la que tenía el lazo más fuerte, pero hubiera dado gran parte de sus plumas por poder haber visto también al resto de la familia. No podía seguir soñando. Él ya no existía para ellos y la lechuza no era como recordaba. Voló cinco días y cinco noches sin mirar atrás y en la mañana del sexto día fue apresado por un hombre cazador. Lo obligaron a hacer cosas terribles, lo obligaron a matar por placer y a ver horrores que nunca hubiera podido imaginar. Le obligaron a ver a su antigua familia atacada una y otra vez sin posibilidad de ir en su ayuda como era su deseo. El cuervo no podía defenderles. Sólo es un ave carroñera. Despertó el odio, hubiera dado su vida por despedazar al cuervo, pero un nudo en la garganta que no comprendía se lo impedía.
Su deseo de proteger se apagó. Su corazón se paró. Sus ojos se secaron. El tiempo se detuvo. Hasta el odio se marchó. Escuchó un chasquido en su cabeza. Acababa de pasar la línea del dolor, el límite de todo ser vivo. De pronto todos los horrores del mundo eran simples imágenes frente a él. No sentía miedo, tristeza, dolor, alegría o compasión.  Ver a su familia abrazando al cuervo negro no le producía ni un leve cambio de expresión en sus afilados ojos.
El humano que le capturó notó todo esto y en la noche recogió al cuervo que había soltado años atrás. Lo devolvió a su jaula y el cuervo disfrutó de su recompensa. La familia quedó destrozada por todas las promesas que el cuervo rompió y quedaron indefensos ante el mundo. La lechuza recordó al joven halcón, pero ya era tarde. El humano soltó esa misma noche al pequeño halcón pues ya había cumplido su cometido.
Había creado un monstruo y quería devolverlo al mundo para disfrutar de la función.

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