Vinieron tiempos de cruentas batallas, tiempos de
odio y de dolor. Llegó una gran guerra y un gran ejército me atacó. Se turnaron
día tras día para vapulear mi corazón, mi cabeza y mis ideas. Golpearon y
golpearon hasta que sucumbí. Arranqué mi corazón y me hundí en el pozo de mi
alma y allí, entre las sombras más oscuras, encendí un fuego. Utilicé el acero
de las armas de mis enemigos, utilicé una gran cantidad de los ríos de dolor
que discurrían serpenteantes por ahí abajo.
Utilicé los escombros de mi valor destruido antes de ser terminado, utilicé las
ideas que tenía encerradas en jaulas y por último usé la sangre de mis puños
que al golpear aquella mezcla comenzó a fundirse con ella. La golpeé y golpeé
como ellos me habían golpeado a mí. Pasé muchos años golpeando y llegó el día
en que tenía una mezcla homogénea, oscura y firme que con el calor del fuego se
había hecho moldeable. Enterré mi corazón inerte en aquella sustancia y el contacto
con ese fuego lo abrasó y pegó la carne al metal. Recubrí hasta la última parte
y no contento con eso, lo llené con la sustancia sobrante. Después templé mi
obra en un estanque de lágrimas y la miré a la luz. Tenía en mis manos un
corazón duro como el acero. Llegó la
hora de salir y volver al mundo. Coloqué mi creación en su sitio y comenzó a
latir. Bombeó la sustancia por mis venas, por mi cuerpo. Y me cambió. Abrí los
ojos y dejé de mirar al suelo lamentándome de dolor. Alcé la vista y miré al
cielo, sonriendo de confianza y fortaleza. La tormenta se desató a mi alrededor
y enmudeció los gritos de mis enemigos. Dejé de escuchar el mundo para escuchar
el rugido de las nubes. Dejé de hablar al mundo para convertir esas palabras en
energía. Dejé de sentir el mundo para hacerme sentir por ella.
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