No era tarde ni temprano. Esos conceptos le daban igual,
pues nada le importaba. En un mundo donde los viejos valores se habían perdido
y el honor no existía, el único escudo del guerrero es la indiferencia y la
abstracción. La vida era algo efímero. La gente ya no encontraba la felicidad,
la moral no existía y el afán por ser mejor que los demás, pisando a quien tuviera
que ser pisoteado, era el orden del día.
Nuestro protagonista se ganaba la vida como mercenario.
Vagaba de un lugar a otro siguiendo los caminos, sin un rumbo fijo. Hacía
tiempo que había perdido el rumbo en su vida. Sus pies eran su guía.
El tiempo no existía para él. Dormía cuando tenía sueño.
Comía cuando tenía hambre y encontraba algo que llevarse a la boca. Sólo le
importaba su estado físico. El emocional hacía tiempo que había muerto.
Mataba por dinero. Cuando llegaba a una ciudad, los grandes
nobles siempre tenían enemigos a los que les gustaría ver muertos. Él hacía sus
sueños realidad a cambio de unas monedas.
Con indiferencia. Con desprecio. Con eficacia.
Para él, los demás eran solo trozos de carne que se interponían
en su camino. Antaño no había sido así.
Había sido alguien demasiado inocente, demasiado dado a confiar y esperar cosas
buenas de los demás. Lo pisoteaban una y otra vez, pero nunca aprendía. No
entendía el motivo de tanta maldad, de tanto dolor. Y volvía a caer. Una a una
las puertas que le unían con su lado humano se fueron cerrando bruscamente. El
amor, la amistad, la alegría, la confianza, la empatía, la compasión. El
remordimiento.
Se fue tornando frio, mientras los demás morían a su
alrededor. El sobrevivía. Pronto no quedó quien le amara o a quien pudiera
amar. Todo se cerró. Y entonces vino el Corazón de Piedra.
Una brusca caída lo sumió en un sopor del que tardó en salir
todo un año. Su cuerpo parecía apagado, pero su mente trabajaba a toda
velocidad. Su sangre se volvió negra como la noche. Su corazón, frío y duro
como el hierro. Sus ojos parecían pozos sin fondo. Dos círculos negros donde
perderte en la locura y no poder escapar jamás.
Despertó porque tenía algo que hacer. Tenía que matar.
Escapó de su reclusión médica y tomó su arma más preciada. Y
comenzó a andar.
Fue buena su suerte, pues no tardó en encontrarse con uno de
los que más habían disfrutado a su costa. Fue rápido. Fue letal. Y siguió
andando sin mirar atrás.
Continuó impasible. Esta vez sí sabía dónde iba. La última
vez que tuvo un destino. Se presentó en su casa y sin mediar palabra, acabó con
su vida. Empapó su mano en la sangre y estuvo contemplándola durante horas. Más
tarde se hizo un profundo corte en el brazo. Uno que dejase una cicatriz que no
pudiera olvidar jamás. Hecho esto, se vendó el brazo y emprendió el camino de
nuevo.
Y vagó durante años. Mató durante años. Limpió el mundo de
la escoria y la lacra. Siempre con la misma expresión. Nunca volvió a sonreír.
Nunca volvió a llorar. Sólo una cosa le recordaba que una vez fue humano. Una
vieja cicatriz.
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